SafetyWork Consulting https://safetyworkconsulting.com Fri, 13 Jun 2025 22:55:19 +0000 es hourly 1 https://wordpress.org/?v=6.8.2 El deber jurídico frente a la conciencia. No toda norma jurídica merece obediencia https://safetyworkconsulting.com/no-toda-norma-juridica-merece-obediencia/ Thu, 12 Jun 2025 01:29:03 +0000 https://safetyworkconsulting.com/?p=476

El deber jurídico frente a la conciencia

No toda norma jurídica merece obediencia.
Esa afirmación, incómoda para algunos, resulta imprescindible en determinados contextos. El deber jurídico no se agota en la mera existencia formal de una norma válida. Obedecer no es un acto mecánico, es una decisión que exige razones que solo aparecen cuando la norma, además de válida, es legítima. Lo que realmente distingue a un sistema que merece obediencia de uno que solo impone reglas, no es la ley escrita per se, sino la capacidad de justificarla. 
 
Desde la teoría general del derecho, distintos enfoques han intentado fundamentar el deber de obedecer: desde la coacción normativa, pasando por la adhesión voluntaria, hasta la fuerza normativa del sistema o su confianza en el mismo. Pero si nos detenemos en la ética del discurso, Jürgen Habermas ofrece un criterio más exigente: una norma solo obliga si puede ser aceptada racionalmente por todos los afectados, en condiciones de diálogo libre, argumentativo e igualitario. Si ese diálogo no existe (porque hay censura, exclusión o imposición), el derecho puede seguir vigente, pero ha perdido su legitimidad.

En ese contexto ¿cómo sabemos cuándo una norma es injusta?

No existe una fórmula única para determinar cuándo una norma pierde sus cualidades más esenciales, pero sí hay indicios claros: (i) cuando una ley no puede justificarse ante quienes más la sufren; (ii) cuando su aplicación favorece la injusticia en lugar de corregirla; (iii) cuando parece diseñada para proteger al poder en lugar de limitarlo; (iv) Cuando no permite cuestionamientos; (v) Cuando se impone sin diálogo y vulnera principios fundamentales que, aunque no estén escritos, tienen fuerza universal, como la libertad, la dignidad y la igualdad.

En esos casos, desobedecer puede ser justificado pero no es una decisión segura. Sin embargo, a veces es la única opción ética que tenemos. El derecho no se sostiene por la obediencia ciega, sino por su capacidad de mantenerse firme frente a la razón y la conciencia. Quien obedece por miedo no fortalece la justicia, solo alimenta el abuso y quien desobedece por convicción, cuando ya no hay espacio para el diálogo, defiende lo que el Derecho debería ser.

Para mí, Habermas escribió una teoría de consenso. Pero también nos dejó una advertencia clara: una ley solo obliga si puede mirarnos de frente y sostener su validez sin bajar la mirada.

Este planteamiento, como advirtió Victor Hugo en ese emblemático prólogo de Los Miserables, resulta también valido en contextos donde la institucionalidad se debilita, el castigo se aplica con precisión sobre ciertos sectores, mientras los casos comunes se hunden en la desatención. En especial, cuando el uso del derecho penal parece responder más a fines estratégicos que a criterios de justicia imparcial. Frente a esa instrumentalización sutil, el silencio también es una forma de obediencia

 
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El pensamiento constitucional alemán de los años 60 y su impacto en el constitucionalismo latinoamericano: una reflexión desde Guatemala https://safetyworkconsulting.com/el-pensamiento-constitucional-aleman-de-los-anos-60-y-su-impacto-en-el-constitucionalismo-latinoamericano-una-reflexion-desde-guatemala/ Wed, 11 Jun 2025 01:12:34 +0000 https://safetyworkconsulting.com/?p=382

El pensamiento constitucional alemán de los años 60 y su impacto en el constitucionalismo latinoamericano:
Una reflexión desde Guatemala

Hablar de derechos humanos en América Latina exige situar nuestra historia reciente frente a un espejo. No basta con enumerar principios ni citar tratados; es preciso interrogar el origen de los cambios, las influencias que recibimos y las tensiones que marcaron nuestro camino hacia un constitucionalismo con vocación garantista. En ese ejercicio, el pensamiento constitucional alemán de los años 60 ocupa un lugar preponderante.

Tras la experiencia devastadora del nacionalsocialismo, Alemania emprendió un proyecto normativo sin precedentes que consistió en construir un orden constitucional donde la dignidad humana no solo fuera un principio rector, sino el fundamento de toda la arquitectura jurídica constitucional de ese país. La Ley Fundamental de Bonn (1949), fue el punto de partida, pero fue durante los años 60 cuando esta transformación se consolidó mediante una jurisprudencia robusta del Tribunal Constitucional Federal (Bundesverfassungsgericht). En palabras del exmagistrado del Tribunal Constitucional del Perú, César Landa (2010):

(…) el Tribunal Constitucional de Karlsruhe ha cumplido un papel clave en la protección de los derechos fundamentales mediante la interpretación, delimitación y fomento jurisprudencial de los derechos humanos; redescubriendo el contenido valorativo, institucional, funcional y social de los derechos fundamentales y la propia Constitución, a través de la dignidad de la persona, la libertad, la igualdad y la eficaz protección del derecho (…) (p. 116).

Este Tribunal Constitucional no solo protegió eficazmente el contenido sustantivo de los derechos reconocidos en la Constitución (los llamados derechos fundamentales -grundrechte-), sino que dotó al texto constitucional de fuerza vinculante real y de una estructura racional de ponderación y control que redefinió el rol del juez, el legislador y del mismo derecho. En efecto, “todas las normas que reconocen libertades tienen ese doble significado: niegan la posibilidad de que se realice una opinión contraria a la libertad, pero, al afirmar esto, mantienen abiertos los cauces a múltiples posibilidades. Por ello la Constitución es garantía de posibilidades” (De Otto, 1987, p. 45). Esta forma de comprender la Constitución (no como un simple límite frente al poder, sino como un marco normativo abierto que habilita múltiples formas de realización personal y colectiva) transformó profundamente la teoría constitucional, al convertirla en un espacio de sentido y garantía de reconocimiento a la dignidad en dimensiones no antes vistas, dentro de los ordenamientos jurídicos de la región.

La mencionada transformación teórica no fue abstracta ni meramente discursiva. Aunque su punto de partida suele situarse en la emblemática sentencia Lüth de 1958 (BVerfGE 7, 198), fue durante la década de los años 60 cuando el pensamiento constitucional alemán comenzó a consolidarse en torno a una concepción sustantiva y valorativa de la Constitución, anclada en la dignidad humana como eje estructural del orden jurídico. Dicha sentencia introdujo la noción de un orden objetivo de valores que debía irradiar todo el sistema jurídico, sentando así las bases para la teoría de los efectos horizontales de los derechos fundamentales, lo que permitió que principios constitucionales (como la dignidad, la igualdad o la libertad) fueran exigibles también en relaciones entre particulares.

En paralelo, la doctrina alemana profundizó en esta línea interpretativa. Konrad Hesse (2001) sostuvo que la fuerza normativa de la Constitución no dependía de su mera existencia formal, sino de su realización concreta por los órganos del Estado, al entender la Constitución como un todo orgánico que ordena y orienta la actuación pública. Más adelante, Robert Alexy (2007) sistematizó esta visión a través de su teoría de los derechos fundamentales, distinguiendo entre normas-principio y normas-regla, e introduciendo la ponderación como método racional para resolver conflictos entre derechos con igual jerarquía.

A ello, se suma el artículo 1.3 de la Ley Fundamental de Bonn, que establece expresamente la eficacia inmediata de los derechos fundamentales frente a todos los poderes públicos, reforzando una lectura activa de la Constitución. Estos desarrollos (jurisprudenciales y doctrinales) dieron forma a un modelo de Estado Constitucional de Derecho que no se limitaba a organizar el poder, sino que lo sujetaba a un orden de justicia material; un modelo que, con matices, resonó con fuerza en América Latina y ofreció herramientas conceptuales y jurídicas para repensar el papel del juez, el legislador y la propia Constitución en contextos marcados por la transición democrática, el control del poder y la centralidad de la persona.

Esa visión (según la cual la Constitución es una norma jurídica viva, con eficacia directa y contenido normativo que constituye el principal criterio de validez) reverberó con especial intensidad en América Latina, justo cuando el continente transitaba (en muchos casos a través del dolor y la represión) de regímenes dictatoriales a procesos democráticos. Las décadas de los 60, 70 y 80 no solo dejaron heridas sociales profundas, sino también una sospecha generalizada hacia el derecho positivista. Aquel derecho que (sin rubor), había sido instrumentalizado para legitimar censuras, desapariciones y autoritarismos. En ese contexto, como explica Eduardo Aldunate (2010), “[se produjo] la reincorporación de la moral al derecho, a través de los principios de justicia material presentes en los textos constitucionales, y el consecuente —y militante— rechazo del positivismo jurídico como inadecuado para dar cuenta de esta reincorporación” (pp. 85–86).

Fue precisamente esa necesidad de restituir el sentido del derecho como límite estructural al poder y no como su instrumento, la que abrió la puerta al modelo alemán. El lenguaje del “Estado constitucional democrático de derecho” encontró eco en los juristas latinoamericanos que, formados en universidades europeas o receptores de sus obras, comenzaron a proponer una lectura distinta de la Constitución: no como texto decorativo o como únicamente un estatuto fundamental de organización estatal, sino como una fuente real y exigible de derechos, principios y garantías.

En países como Colombia, México, Argentina, Ecuador, Perú o Bolivia, esta influencia fue decisiva. Como reconoce Donald Kommers (2019):

(…) in recent decades, however, Germany’s Basic Law has replaced the American Constitution as the world’s leading model of democratic constitutionalism. The Basic Law’s influence is clearly discernible in dozens of democratic constitutions drafted in the last decade, paradigmatic examples of which are several recent Latin American constitutions (…) (p. 560).

(…) En las últimas décadas, sin embargo, la Ley Fundamental de Alemania ha reemplazado a la Constitución estadounidense como el principal modelo mundial de constitucionalismo democrático. La influencia de la Ley Fundamental es claramente discernible en decenas de constituciones democráticas redactadas en la última década, siendo ejemplos paradigmáticos varias constituciones latinoamericanas recientes. (…) (traducción propia).

Pero lo verdaderamente transformador fue que el pensamiento constitucional de América Latina se atrevió a ir más allá del propio modelo alemán. Si en Alemania los tratados internacionales no tienen supremacía constitucional, en nuestra región varios países decidieron otorgar preeminencia a los tratados internacionales en materia de derechos humanos sobre el derecho interno (dotando a estas normas supranacionales de rango constitucional), incluso en algunas legislaciones, sobre la Constitución en ciertos contextos interpretativos.

Este viraje teórico no estuvo exento de resistencias y reinterpretaciones. En varios países de la región, la recepción del modelo alemán supuso una transición jurisprudencial protagonizada por tribunales constitucionales que asumieron un rol más proactivo y creativo. Este fenómeno, que algunos autores denominan “activismo judicial constitucional”, derivó en una serie de decisiones emblemáticas que no solo expandieron el contenido sustancial de los derechos protegidos (constitucionalmente), sino que reformularon el alcance del principio de legalidad y consolidaron una lectura sustantiva de la supremacía constitucional.

Lejos de ser una creación reciente atribuible únicamente a la Corte Interamericana de Derechos Humanos o a las reformas constitucionales del siglo XXI (como una postura fuertemente aceptada), el llamado activismo judicial en América Latina es, en realidad, la expresión práctica de una transformación teórica más profunda. Aquella que concibe al juez como garante de los principios constitucionales y no como mero aplicador mecánico de la ley. Este nuevo rol judicial responde, si bien no de forma exclusiva, sí en gran medida, a la recepción regional de los desarrollos conceptuales del pensamiento constitucional europeo (en particular el alemán), donde la interpretación constitucional supone una operación valorativa, estructurada por principios como la dignidad humana, la justicia material o la racionalidad argumentativa. Así, el activismo no nace del capricho judicial, sino de un nuevo entendimiento del texto constitucional como fuente inmediata de validez y criterio normativo sustantivo. Este tránsito hermenéutico permitió que el juez constitucional asumiera un papel más deliberativo, no para sustituir al legislador, sino para controlar la coherencia material del derecho con los fines superiores del orden constitucional.

En el proceso, los jueces constitucionales (basados en los argumentos vertidos), comenzaron a desempeñar funciones tradicionalmente reservadas al poder constituyente (a través de la jurisprudencia constitucional), alterando con ello el equilibrio clásico entre producción normativa suprema originaria y producción normativa supranacional (que ahora es materialmente constitucional). En países como Colombia (con la Sentencia T-406/92) o México (tras la reforma de 2011), este fenómeno se evidencia esencialmente, para redefinir la interacción entre el derecho internacional de los derechos humanos y una constitución interna (al menos en la tendencia dominante que tiene el pensamiento constitucional de nuestra región hoy en día).

La apuesta de varios países latinoamericanos por conferir a los tratados internacionales de derechos humanos un rango superior al del derecho interno no fue una mera decisión técnica, sino una afirmación de principios. Fue el resultado de una conciencia colectiva forjada tras décadas de violencia, represión e impunidad, que llevó a replantear el papel del Derecho Internacional como garantía mínima ante posibles regresiones autoritarias. En este marco, el constitucionalismo latinoamericano comenzó a incorporar (de forma progresiva pero decidida) normas internacionales en su bloque de constitucionalidad, con un enfoque orientado a la dignidad humana y la justicia material. Así lo describe María Luisa Henríquez Viñas (2008) para el caso chileno, al sostener que “la jurisprudencia nacional ha ido integrando (…) las normas y principios propios del Derecho Internacional de los Derechos Humanos, reconociendo en este último tiempo jerarquía supralegal e incluso constitucional a los tratados de derechos humanos” (p. 75). Este proceso no solo implicó una reconfiguración formal del sistema de fuentes del Derecho, sino también un giro cultural en la interpretación constitucional: el reconocimiento de que la soberanía no podía seguir siendo comprendida de forma aislada, sino como una apertura normativa hacia estándares compartidos que refuercen el Estado de derecho, teniendo como pilar fundamental, la dignidad humana.

Sin embargo, esta apertura jurídica hacia el derecho internacional de los derechos humanos también introdujo una tensión ineludible con la concepción clásica de soberanía. En la medida en que los tratados comienzan a operar con eficacia normativa y sentando un criterio de validez directo y que influencia en el plano interno, el centro de gravedad de la producción normativa ya no se encuentra únicamente en el poder constituyente nacional. Esto plantea desafíos de legitimidad jurídica y política ¿puede una norma internacional en materia de derechos humanos transformar el contenido material de una Constitución sin pasar por el filtro del reformador interno que le pertenece al poder constituyente? Esta interrogante, lejos de resolverse con una respuesta irrefutable, sigue alimentando una discusión pendiente en el constitucionalismo latinoamericano contemporáneo (precisamente, este ha sido también uno de los temas abordados en el marco de mi tesis de maestría, específicamente aplicado al contexto constitucional guatemalteco).

Este giro doctrinal no surgió por «generación espontánea». Fue el producto de una recepción creativa y contextual de la mencionada corriente de pensamiento constitucional alemán, adaptado a las heridas de nuestras dictaduras, a las necesidades de democratización y a la búsqueda de un marco jurídico donde los derechos (en su acepción más amplia) no fueran una concesión del poder, sino su límite más legítimo.

En Guatemala, este diálogo entre el pensamiento constitucional extranjero y las necesidades nacionales se expresa con claridad en los artículos 44 y 46 de la Constitución Política. El primero reconoce que los derechos que emanan de la dignidad humana no se agotan en el catálogo constitucional, habilitando así una lectura abierta que admite derechos no escritos pero jurídicamente exigibles. El segundo, establece una regla de integración internacional en materia de derechos humanos, al disponer que los tratados (en en esa materia), aceptados y ratificados por el Estado de Guatemala tienen preeminencia sobre el derecho interno, consagrando desde 1985 una cláusula que, aunque siempre aplicada de forma variable y polémica por parte de la Corte de Constitucionalidad, anticipó muchas de las discusiones actuales sobre bloque de constitucionalidad; en el que nuestro último interprete de la constitución, ha tenido serias inconsistencias en su delimitación formal y material a lo largo de las diferentes sentencias que ha proferido.

No obstante, la verdadera puerta de entrada normativa para la incorporación de derechos no positivizados (derivados de tratados internacionales, costumbre internacional o incluso principios generales del derecho -todos enfocados en la dignidad humana-) se encuentra en el artículo 44. Sobre este punto, Gutiérrez de Colmenares (2005) aclara que “la recepción de los instrumentos internacionales de derechos humanos en el derecho nacional se produce no por la vía del artículo 46, sino (…) por el primer párrafo del artículo 44, que recoge (…) el principio numerus apertus en cuestión de derechos humanos, cuando dispone que no quedan excluidos otros derechos que, aunque no figuren expresamente en la Constitución, son inherentes a la persona humana” (p. 591). Este enfoque no solo legitima una lectura amplia y evolutiva de la Constitución guatemalteca, sino que permite integrar derechos provenientes del Derecho Internacional de los derechos humanos como parte del contenido sustancialmente protegido por el bloque de constitucionalidad (que en nuestro país es definido por la Corte de Constitucionalidad a través de sus sentencias).

No obstante, uno de los elementos que más obstaculiza la consolidación de esta cláusula de apertura en el caso guatemalteco, es la ausencia de una línea jurisprudencial coherente en torno a la naturaleza, jerarquía, efectos y materialidad de los tratados internacionales en materia de derechos humanos (no todos forman automaticamente parte del famoso bloque). La jurisprudencia nacional ha oscilado entre posiciones restrictivas y expansivas, sin adoptar criterios metodológicamente consistentes ni establecer una doctrina clara sobre el parámetro de incorporación y el control de compatibilidad con la Constitución. Esta falta de sistematicidad no solo debilita la fuerza normativa de los derechos incorporados por esta vía, sino que socava la seguridad jurídica y genera un margen de discrecionalidad incompatible con los principios estructurales del Estado constitucional.

Ambos artículos constitucionales reflejan que Guatemala no fue ajena a la referida oleada garantista del constitucionalismo latinoamericano influenciado por el pensamiento constitucional aleman. A pesar de haber atravesado uno de los conflictos armados más largos y dolorosos de la América hispana, el constituyente de 1985 dejó ancladas en nuestra norma suprema, semillas de apertura, dignidad y control al poder estatal, coherentes con los postulados de un constitucionalismo que mira hacia el ser humano y no únicamente hacia la letra formal de la ley.

En este punto, conviene recordar que todo lo expuesto hasta aquí responde a una determinada visión del derecho constitucional: aquella que, desde una matriz garantista y pospositivista, reconoce la fuerza normativa de los principios, la centralidad de la dignidad humana y la permeabilidad del orden interno frente a los desarrollos del derecho internacional de los derechos humanos. Esta no es la única forma de entender el constitucionalismo, ni pretende serlo. Existen posturas que ven como inconcebibles estas mutaciones, al considerar que erosionan la estructura clásica de la supremacía constitucional o que alteran el equilibrio del poder constituyente.

Pero más allá del juicio teórico que merezca dicha transformación, lo cierto es que estamos ante una realidad jurídica constatable, en la que los tratados en materia de derechos humanos, la jurisprudencia internacional en materia de derechos humanos y las interpretaciones expansivas han moldeado de hecho (y no solo en el plano discursivo) el contenido y los límites de nuestras constituciones. Describir este fenómeno no implica necesariamente avalarlo; implica asumir que el derecho, como construcción social, también responde a procesos históricos, culturales y políticos que desbordan sus dogmas originales.

En definitiva, esta breve reflexión no pretende solucionar el debate académico sobre la recepción de los tratados internacionales en materia de derechos humanos en Guatemala (que a mi criterio, a través de la jurisprudencia de la Corte de Constitucionalidad, produce mutaciones constitucionales, quebranta las posturas más aceptadas de la teoría de la constitución y, entre otras cosas, replantea la necesidad de comprender de distinta forma la noción de poder constituyente), pero sí quiere invitar a comprender los cimientos que fundamentan el debate dogmático constitucional sobre este tema. En tiempos donde los discursos sobre soberanía se utilizan a menudo para cerrar puertas al derecho internacional, vale la pena recordar que muchos de los avances que hoy defendemos con vehemencia (como la protección reforzada de la persona frente al Estado), nacieron del diálogo entre sistemas jurídicos, del aprendizaje entre culturas y tradiciones constitucionales, y del compromiso compartido con la dignidad humana.

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